Hitler, mi amigo de juventud (II). “Fue entonces cuando empezó todo”. Rienzi.

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En la entrega anterior vimos el entusiasmo que ambos amigos sentían por Wagner. De hecho se conocieron durante una representación wagneriana. En esta vamos a centrarnos en las óperas que más huella dejaron en Hitler. Aunque se mencionan otras óperas no wagnerianas, se afirma que no hay punto de comparación. Asimismo, se hace referencia a otros compositores por los que Hitler sentía un especial interés, Beethoven, Bruckner y un largo etcétera. En el caso de su paisano Bruckner – por el que sentía verdadera pasión – llegó a proyectar la construcción de un auditorio en Linz dedicado a Bruckner que fuera como el Festspielhaus de  Bayreuth respecto a Wagner. Lo que no era de su agrado era la ópera italiana.

No cabe duda que ambos jóvenes eran unos buenos melómanos y que en Viena disfrutaron de la música, pero el caso de Wagner era muy especial y en absoluto comparable a ningún otro compositor. Eso sí, no seamos tan reduccionistas como para pensar que a Hitler solo le gustaba Wagner.

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Lohengrin era la ópera favorita de Hitler

Mucho se ha hablado de cuál era la ópera favorita de Hitler. Aunque hay opiniones varias, el libro lo deja bien claro. Se trata de Lohengrin, tanto en su juventud como durante toda su vida. Como veremos, esta experiencia operística le abrió el camino para el conocimiento del resto de la obra de wagneriana.

Me referiré ahora a las óperas que más impacto tuvieron en el futuro genocida. Según relata su amigo, la primera ópera wagneriana que vio fue Lohengrin a los doce años. Le produjo tal impresión que ya jamás se separaría del infujo de Wagner y su obra, de tal modo que llegó a ser todo un experto en el mundo wagneriano. Sin embargo, fue Rienzi la que lo indujo a meterse en política. Cuando la vio por primera vez sufrió una especie de aldabonazo que marcó su vida. Se identificó tanto con Rienzi, el tribuno del pueblo, que renunció a ser artista, pintor probablemente, y se propuso convertirse en el salvador del pueblo alemán. Por eso, cuando se refiere a lo que sintió el futuro dictador cuando vio esta ópera, afirma de manera solemne: “Fue entonces cuando empezó todo”.

Resulta curioso que fiera precisamente Rienzi la ópera que marcó su futuro político. No forma parte del canon de Bayreuth y fue compuesta según el modelo del judío Meyerbeer. También es curioso que el director favorito de Hitler durante estos años juveniles fuera otro judío, Gustav Mahler. Años después, cuando ya era el Führer, en una de sus famosa charlas en su guarida del lobo afirmara que el mejor Tristan que había presenciado jamás fue en Viena con Mahler a la batuta. Uno de los contertulios le preguntó que si no era judío y Hitler, enfurecido, le lanzó una mirada muy poco amistosa.

A continuación copio los fragmentos que me han parecido relevantes para los temas que estamos tratando. A destacar lo que se cuenta sobre el primer Rienzi de Wagner y el efecto tan profundo como nefasto que tuvo en Hitler y el paralelismo entre la ópera y la historia real. Hitler llegó a creerse que tenía una misión mesiánica como salvador de la patria. Lo creía con auténtico fanatismo. Al menos, esto es lo que se desprende de la lectura del libro de Kubizek. Llama la atención el número de veces que el autor repite la revelación que tuvo Wagner tras ver Rienzi. Siendo él el único testigo, la autenticidad del caso la pongo en entredicho por más que se lo contara a destacados nazis, como Winifred. Él mismo se afilió al partido durante la guerra y nada y guarda la ropa cuando afirma que se vio obligado a hacerlo. 

La lectura del libro es amena, a diferencia del Mein Kampf, que es de una prosa farragosa y de un contenido horroroso. En este libro, las referencias musicales son muy abundantes, lo que lo hace atractivo para quien está interesado en la música, sobre todo en Wagner.

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Hitler descubrió a Waner a los doce años.

  • Wagner ante todo.

Gracias a ello pudo pasar mi amigo por alto las lamentables condiciones de su ciudad natal. Con un placer tanto mayor pudo entregarse a las impresiones artísticas de Viena. En aquel entonces vimos casi todas las obras de Ricardo Wagner. De manera inolvidable han quedado grabadas en mi memoria «El holandés Errante», «Lohengrin», «Tannhauser», «Tristán e Isolda», «Los maestros cantores de Nuremberg», así como la representación del «Anillo» e incluso del «Parsifal».

Naturalmente, Adolfo asistía también a las representaciones de otras óperas. Pero éstas no significaban para él, con mucho, lo mismo que Wagner.

Pero una y otra vez nos encontrábamos en Ricardo Wagner. En el curso de mi educación musical profesional había adquirido yo nuevos y esenciales aspectos de la creación sinfónica del maestro. Con ello aumentaba mi comprensión, mi compenetración con su música.

Adolfo tomaba un vivo interés en este desarrollo de mi capacidad de entendimiento musical. Su entrega y devoción por Wagner tomaba casi la forma de un arrobamiento religioso. Cuando Adolfo oía la música de Wagner, parecía como transfigurado. Desaparecía de él toda violencia, se volvía tranquilo, dócil, manejable. La inquietud desaparecía de su mirada. Lo que le agitara durante el día se desvanecía en la nada.

Unos pasos más y nos encontramos junto a la tumba de Wagner. Hitler cogió mi mano en la suya. Comprendí lo emocionado que estaba. La hiedra cubría la pesada losa que albergaba los restos del gran maestro y de su esposa. Nadie interrumpía aquel silencio tan solemne que nos rodeaba. Luego, dijo Hitler: “Soy feliz de encontramos los dos aquí, en este lugar que siempre ha sido el más sagrado de todos para nosotros dos”.

Aquí, junto a la tumba de Ricardo Wagner se encontraban aquellos dos pobres y desconocidos estudiantes que habían vivido en la obscura habitación de la Stumpergasse. ¿Qué había sido de ellos? El que parecía iba a tener un porvenir más seguro, no había pasado de ser un insignificante funcionario municipal en una pequeña ciudad de la Alta Austria, que en sus horas libres se dedicaba a la música; el otro, empero, cuyo futuro aparecía tan incierto, había llegado a Canciller del Reich.

  • No solo Wagner. Bruckner, Beethoven y muchos más.

Yo amaba mucho a Bruckner, y también Adolfo se sentía conmovido y atraído por sus sinfonías. Además, Bruckner era paisano nuestro. Con su obra defendíamos también un pedazo de nuestra patria. Adolfo aun llegó más lejos en su adoración. Así como Ricardo Wagner, afirmaba él, había hecho de Bayreuth el lugar de sus más impresionantes obras, Linz tenía que hacerse cargo de la obra de Anton Bruckner. El Auditórium de Linz, cuyos trazos acababa de proyectar Adolfo, debía ser consagrado a su memoria.

Además de las grandes sinfonías de los maestros clásicos Adolfo escuchaba también con placer la música de los románticos: Carl María von Weber, Franz Schubert, Félix Mandelssohn-Bartholdy y Robert Schumann. Lamentaba grandemente que Ricardo Wagner trabajara solamente para la escena y no con la misma fecundidad también para la sala de conciertos, por cuyo motivo solían escucharse por lo general tan sólo los preludios de sus distintas óperas.

No debo olvidar a Eduard Grieg, a quien Adolfo amaba con especial predilección, y cuyo concierto en la menor le encantaba siempre de nuevo. Por lo demás, sin embargo, Adolfo no tenía en particular estima instrumental. Pero había algunos conciertos de solistas, a los que no faltaba nunca, como los conciertos para piano y violín de Beethoven, el concierto para violín de Mendelssohn en la menor, y, sobre todo, el concierto para piano en la menor de Schumann, que provocaba en él un verdadero entusiasmo.

Ahí estaba él, sentado en su localidad gratuita en la sala de conciertos, escuchando con arrobo el maravilloso concierto en la mayor de Beethoven, y se sentía feliz y satisfecho.

De todas formas, había sido ya decidido que el programa de la “Orquesta mobile del Reich” debería empezar con Johann Sebastian Bach, para seguir por Glück y Händel hasta Hayden, Mozart y Beethoven. Seguían luego los románticos, pero la coronación del conjunto venía representada por la obra de Anton Bruckner, cuyas sinfonías eran incluidas, íntegramente, en los programas.

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Mahler, director favorito de Hitler

  • Los judíos. Mahler y Mendelssohn.

Recuerdo todavía con qué celo estudiaba Adolfo en aquel entonces el problema de los judíos, cómo hablaba continuamente de ello, y cuán poco me interesaba a mí este problema. En el conservatorio había también judíos, tanto entre los profesores como entre los alumnos. No obstante, mis experiencias con ellos eran excelentes y yo tenía magnificas relaciones personales con algunos de ellos. ¿ Acaso no estaba Adolfo mismo entusiasmado por Gustav Mahler y escuchaba con placer las composiciones de Mendelssohn-Bartholdy?

La Ópera de Viena ofrecía las mejores condiciones imaginables para una representación artística perfecta, tal como era posible conseguir en aquel entonces. La orquesta, los solistas y el coro eran insuperables en su perfección. El director de orquesta era entonces el insuperado Gustav Mahler, por quien Adolfo sentía también la mayor admiración.

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Lohengrin, la primera ópera de Wagner que vio Hitler.

  • Lohengrin.

El muchacho de doce años procedente de Leonding acudió por primera vez al teatro municipal de Linz. De ello nos habla el mismo Hitler.

«La capital provincial del Austria septentrional poseía en aquel entonces un teatro no malo relativamente, en él se representaba, prácticamente, todo. A los doce años vi allí, por primera vez, el “Guillermo Tell” y algunos meses después la primera ópera de mi vida, “Lohengrin”. De un solo golpe me sentí yo encadenado. La juvenil pasión por el maestro de Bayreuth no conocía ya límites. Me sentía atraído hacia sus obras sin cesar, y hoy día considero como una suerte especial el que la modestia de la representación provincial me ofreciera la posibilidad de un ulterior aumento en el placer.»

Esta continua e intensa relación con las viejas leyendas germanas creó en él una extraordinaria sensibilidad para comprender la obra de Ricardo Wagner. Ya cuando el muchacho de doce años oyó por primera vez el «Lohengrin», esta obra debió aparecérsele como una realización de su infantil deseo del sublime mundo del pasado alemán.

¿Quién era el hombre que creaba obras tan geniales y que convertía en poesía y música sus sueños infantiles?

A partir del instante en que Ricardo Wagner entró en su vida, el genio de este hombre no habría ya de abandonarle. En la vida y la obra de Ricardo Wagner vio él no solamente la confirmación del camino elegido con su «emigración» espiritual a los primitivos tiempos germanos, sino que la obra de Wagner le confirmó en su idea de que esta época largo tiempo ya desaparecida podría ser aprovechada para el presente, y que, de la misma manera como Ricardo Wagner la había convertido en el hogar de su arte, para él podría ser también algún día el hogar de su elección.

Valía, ciertamente, la pena ocuparnos ahora a fondo de las obras del maestro de Bayreuth. Algunas de sus operas las hablamos visto ya en Linz; “Lohengrin”, ahora como siempre la ópera favorita de Adolfo —¡me parece que durante nuestra estancia común en Viena la vio por lo menos diez veces! — la conocíamos naturalmente de memoria, lo mismo que «Los maestros cantores».

rienzia3     El final del Acto III de Rienzi, tal y como se representó en París en 1869

Rienzi despertó en Hitler su interés por la política. Se creyó llamado a ser salvador de la patria. En ambos casos, ópera y realidad, el final es trágico.

  • Rienzi.

Esta noche se representaba Rienzi. No habíamos visto todavía esta ópera de Ricardo Wagner, lo que nos tenía en una gran tensión.

A ello se une la arrebatadora acción, que desde un principio nos fascinó. Ahí estábamos nosotros en el teatro y presenciábamos cómo el pueblo de Roma era subyugado por la altiva y cínica nobleza; los hombres son obligados por ésta a la servidumbre, las mujeres y doncellas son deshonradas y ultrajadas por los altivos nobles. Entonces surge en Cola Rienzi, un hombre sencillo y desconocido, el liberador del torturado pueblo. Claramente suena su voz:

«Pero si oís la llamada de la trompeta

resonando en su prolongado sonido,

despertad entonces, acudid todos aquí:

¡Yo anuncio la libertad a los hijos de Roma!»

En un audaz golpe de mano libera Rienzi a Roma de la tiranía de los nobles y hace jurar sus leyes al pueblo. Adriano, aunque procedente del más noble linaje de los Colonna, que guía a los nobles, se une a Rienzi. Sin embargo, quiere saber la verdad, por lo que pregunta al nuevo dictador:

«¡Rienzi, escucha! ¿Qué te propones?

Te veo poderoso. Dinos:

¿Para qué utilizas la fuerza? !»

Temblando de excitación esperábamos la respuesta de Rienzi a esta pregunta trascendental:

«Sea, pues: ¡A Roma haré yo grande y libre!

Solo las leyes pretendo yo crear,

para el pueblo lo mismo que para el noble!»

¡Qué palabras: como pronunciadas para nosotros! Incluso los nobles prestan reverenda a Rienzi. Su victoria es total. Roma se encuentra en sus manos. Proyectos trascendentales ocupan su mente. Las masas liberales le expresan su júbilo. Uno de entre ellos anuncia al pueblo, y anuncia también a los conmovidos espectadores:

«Él nos ha convertido en un pueblo

por ello, escuchadme, asentid conmigo.

¡Sea éste su pueblo y él su Rey!»

Rienzi rechaza la designación «Rey». Cuando los hombres del pueblo le preguntan cómo deben nombrarle en su cargo, alude él a los grandes modelos del pasado. También sus palabras parecían apelar directamente a nuestro corazón:

«… pero si me elegís a mí, para vuestra protector

el justo, que comprende al pueblo, volved la mirada a vuestros antepasados:

¡Y llamadme vuestro tribuno popular!»

Las masas contestan entusiasmadas:

«¡Rienzi, Salve! ¡Salve tú, tribuno popular!»

« ¡ Tribuno popular! » Esta palabra se grabó en nosotros de manera inolvidable. Una conjuración está en ciernes. Stefano Colonna, el padre de Adriano, va a la cabeza de los que quieren eliminar al tribuno. Colonna no se deja influir por el júbilo de las masas. Temblando de indignación escuchamos sus acusaciones:

«¡Es el ídolo de este pueblo,

al que ha hechizado con sus engaños!»

Adriano, situado entre su padre y Rienzi, a cuya hermana Irene ama ardientemente, descubre la conjura. Los nobles son arrestados. Sin embargo, Rienzi hace prevalecer la misericordia antes que la justicia. Abusando de su bondad, tratan los nobles de incitar a las masas contra Rienzi. Los mismos hombres que otrora aclamaron al tribuno, no tardan en gritar:

«Ahí está el traidor, a quien servimos,

que ofrendó a su soberbia nuestra sangre,

y nos precipita a la perdición!

¡Ay, venguémonos en él»

Con un escalofrío vemos cómo los fieles abandonan a Rienzi. La Iglesia promulga la excomunión contra su persona.

«me abandona también el pueblo, a quien yo hice digno de este nombre, me abandonan todos los amigos, que la suerte me hizo conocer… »

«El populacho? ¡Bah!

Rienzi es quien hizo de ellos caballeros,

¡quitarle a Rienzi, y será lo mismo que era antes!»

Pero la caída del tribuno debe venir de las mismas filas de sus partidarios. Rienzi se siente perdido cuando ve que sus fieles le abandonan. El Capitolio y la casa de Rienzi son incendiados por sus mismos leales. Oímos el grito:

«¡Venid! ¡Venid! ¡Venid a nosotros!

¡Traed piedras y antorchas!

¡Está maldito, está excomulgado!»

Desde el balcón de su casa pretende Rienzi hablar una vez más a las masas excitadas, que intentan lapidarle. ¡Cómo nos conmueven sus palabras!

«—íPensad! ¿Quién os hizo grandes y libres?

¿No os acordáis ya del jubilo, con el que entonces me acogisteis,

cuando os di la paz y la libertad?»

¿Y la respuesta? Nadie le escucha ya. Adriano, que a pesar de su amor por Irene se ha convertido en el jefe del indignado populacho, se lanza contra la casa en llamas. Aterrado, ve Rienzi cómo la traición de entre sus mismas filas sella su caída, y antes de que las llamas hagan presa en él maldice al pueblo por el que vivió y combatió.

«¿Cómo? ¿Es ésta Roma?

¡Miserables! ¡Indignos de este hombre,

el ultimo romano os maldice!

¡Maldita, destruida sea esta ciudad! ¡Cae y piérdete, Roma!

¡Así lo quiere tu pueblo degenerado!»

Conmovidos presenciamos la caída de Rienzi. En silencio abandonamos los dos el teatro. Era ya medianoche pero mi amigo caminaba por las calles, serio y encerrado en sí mismo, las manos profundamente hundidas en los bolsillos del abrigo, hacia las afueras de la ciudad.

Aun cuando, por lo general, después de una emoción artística como la que acababa de agitarle, solía empezar a hablar inmediatamente y juzgar agudamente la representación para liberarse a sí mismo de las opresoras impresiones, después de ésta de Rienzi guardó silencio durante largo tiempo. Esto me asombró. Le preguntó su parecer sobre la obra. Adolfo me miró extrañado, casi con hostilidad.

– ¡ Calla! — me gritó toscamente.

Era una sombría y desapacible noche de noviembre. La húmeda y helada niebla se extendía densa sobre las estrechas y desiertas callejuelas. Nuestros pasos resonaban extrañamente sobre el adoquinado. Adolfo tomo un camino que pasaba por delante de las pequeñas casitas de los arrabales de la ciudad, aplastadas casi sobre el terreno, y que lleva hasta las alturas del Freinberg. Ensimismado, mi amigo caminaba delante mí. Todo esto me parecía casi inquietante.

Adolfo estaba frente a mí. Tomó mis dos manos y las sostuvo firmemente. Era éste un gesto que no había conocido hasta entonces en él. En la presión de sus manos pude darme cuenta de lo profundo de su emoción. Sus ojos resplandecían de excitación. Las palabras no salían con la fluidez acostumbrada de su boca, sino que sonaban rudas y roncas En su voz pude percibir cuán profundamente le había afectado esta vivencia.

Lentamente fue expresando lo que le oprimía. Las palabras fluyen más fácilmente. Nunca hasta entonces, ni tampoco después, oí hablar a Adolfo Hitler como en esta hora, en la que estábamos tan solos bajo las estrellas, como si fuéramos las únicas criaturas de este mundo. Me es imposible reproducir exactamente las palabras que me dijo mi amigo en esta hora.

En estos momentos me llamó la atención algo extraordinario que no había observado jamás en él, cuando me hablaba lleno de excitación: parecía como si fuera otro el que hablara por su boca, que le conmoviera a él mismo tanto como a mi. Pero no era, como suele decirse, que un orador es arrastrado por sus propias palabras. ¡Por el contrario! Y tenía más bien la sensación como si él mismo viviera con asombro con emoción incluso, lo que con fuerza elemental surgía su interior. No me atrevo a ofrecer ningún juicio sobre esta obsesión pero era como un estado de éxtasis, un estado de total arrobamiento en el que lo que había vivido en “Rienzi”, sin citar directamente este ejemplo y modelo, lo situaba en una genial escena, más adecuada a él, aun cuando en modo alguno como una simple copia del «Ríenzi». Lo más probable es que la impresión recibida de esta obra no fuera más que el impulso externo que le hubiera obligado a hablar. Como el agua embalsada que rompe los diques que la contienen salían ahora las palabras de su interior. En imágenes geniales, arrebatadoras, desarrolló ante mí su futuro y el de su pueblo.

Hasta entonces había estado yo convencido de que mi amigo quería llegar a ser artista, pintor, para más exactitud, o tal vez también maestro de obras o arquitecto. Pero en esta hora no se habló ya más de ello. Se trataba de algo mucho más elevado para él, pero que yo no podía acabar de comprender. Por ello fue mucho mayor mi asombro, porque pensaba que la carrera del artista era para él la meta más alta y anhelada. Ahora, sin embargo, hablaba de una misión, que recibiría un día del pueblo, para liberarlo de su servidumbre y llevarlo hasta las alturas de la libertad.

Yo estaba también presente, cuando Adolfo Hitler refirió a la señora Wagner [Winifred], en cuya casa habíamos sido invitados, la escena que había tenido lugar después de la representación del «Rienzi» en Linz. Así, pues, yo vi confirmados mis propios recuerdos de manera inequívoca. De manera inolvidable han quedado también grabadas en mí las palabras con que Hitler concluyó su relato a la señora Wagner. Dijo, gravemente:

En aquella hora empezó.

(…)

Entonces, el 30 de enero de 1933 llegó hasta mí la noticia de que Adolfo Hitler había sido nombrado canciller del Reich. Involuntariamente hube de recordar aquellas horas nocturnas vividas en el Freinberg, en las que Adolfo me había descrito cómo también él, lo mismo que Rienzi, quería llegar a ser algún día tribuno popular. Lo que el muchacho de dieciséis años había presentido entonces en su visionario éxtasis, se había trocado en realidad.

 (…)

El Canciller me presento a la señora Wagner, que se alegró visiblemente de conocerme cuando la conversación derivó hacia el entusiasmo juvenil que habíamos mostrado siempre por las obras del maestro, recordé una vez más la representación de Rienzi en Linz. Hitler terminó el relato con las siguientes palabras: “Fue entonces cuando empezó”.

 (…)

Llegó el final. Perdimos la guerra. Cuando aquellos terribles días del mes de abril de 1945 escuchaba por la radio la lucha por la Cancillería del Reich, que ponía fin a la conflagración mundial, recordé involuntariamente la escena final de “Rienzi”, cuando el tribuno desaparece entre las llamas del Capitolio.

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Berlín. Soldado alemán muerto frente a la puerta de Branderburgo. El sueño de Hitler convertido en pesadilla.

 

Quant a rexval

M'agrada Wagner, l'òpera, la clàssica en general i els cantautors, sobretot Raimon i Llach. M'interessa la política, la història, la filosofia, la literatura, el cinema i l'educació. Crec que la cultura és un bé de primera necessitat que ha d'estar a l'abast de tothom.
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8 respostes a Hitler, mi amigo de juventud (II). “Fue entonces cuando empezó todo”. Rienzi.

  1. Retroenllaç: Hitler, mi amigo de juventud (I). Entusiasmo por Richard Wagner. | El Cavaller del Cigne

  2. antoniopriante ha dit:

    Muy interesante. ¿Conoces la obra de Rosa Sala Rose, especialista en estos temas? Te la recomiendo, así como su blog: está en mi Blogroll

    • rexval ha dit:

      Gracias, Antonio. Ya lo hice. Entré al blog de Rosa a través de tu enlace. Tengo que decirte que no compartimos opinión sobre Wagner. Ya traté el tema con ella en un foro amigo y después en el mío. Precisamente, así empecé mi blog. Si te apetece, puedes leerlo. Rosa es germanista y traductora del alemán. Su especialidad es el tema del nazismo. A destacar su diccionario sobre símbolos nazis. Sobre Wagner creo que tiene prejuicios hacia su persona que le impiden ser objetiva. Para tratar el tema de Wagner como es debido hace falta profundizar en él y no dejarse llevar por lugares comunes que por mucho que se repitan no dejan de ser falsos.

      Te paso el enlace. El texto está en catalán. Puedes usar el traductor.

      Ni déu, ni dimoni. Ja n’hi ha prou! Wagner era un geni humà, massa humà.

      Gracias por intervenir.

      Regí

  3. Naromi Truyère ha dit:

    Hitler no era un genocida. Propuso la Paz muchas veces. No quería la guerra. No ordenó jamás exterminar a los Judíos. Solamente los quería sacar de su país, como corresponde

    • rexval ha dit:

      Todo lo que dices es falso. Te recomendaría estudiaras el asunto adecuadamente. No leas a los neonazis porque mienten. Ves a las fuentes, a Hitler, y lee, si no lo has hecho el Mein Kamf en sus dos partes. Si te interesa en http://www.radioislam.org/historia/hitler/mkampf/pdf/spa.pdf la tienen gratis y en pdf, así evitas ciertas librerías. Hitler hizo lo que podríamos llamar dos tratados de paz que luego no cumplió. Con Stalin para repartirse Polonia y no enfrentarse militarmente y con los Aliado, de Tratado de Munich que teóricamente era paz por los Sudetes. Lo violó ya que se quedó con toda Checoslovaquia y siguió avanzando hacia el este por aquello del lebensraum o espacio vital. Atacó Polonia, de manera que provocó la II GU y mediante la operación Barbarroja traicionó a los soviético – a exterminar por judeo-bolcheviques- e invadió la URSS. La cosa le salió por el tiro de la culata ya que la derrotas en Stalingrado y Leningrado, con millones de muertos en el frente y en retraguardia (campos de exterminio) marcaron el principio de la derrota de los nazis. Tanto Hitler como Satalin son rersponsables de millones de muertes y no merecen más que desprecio de cualquier persona de bien.

      Y sobre la raza, ¿qué decir? Hitler crfeía que la raza aria alemana era superior y dominadora del mundo. Había que eliminar a los subhombres de raza inferior (uttermensch creo que se escribe). No solo eran judíos, sino gitanos y eslavos principalmente. Hay que saber que por cada judio asesinaron 3 eslavos, polacos y soviéticos sobre todo. En un principio se favorecía que se fueran los judíos ricos previo pago del privilegio. Cuando llegan al este, los matan a balazoa – caso de Babj Jar en Ucrania – y ya en plena guerra usan el gaseo porque muchos soldados alemanes no eran capaces de matar a gente desamparada. En Wansee los nazis decidieron la Solución final. Unos 20 millones de muertos de los que 4,5 según las últimas estimaciones, eran judíos.

      Y esta barbarie es lo que sucedió para vergüuenza de los que pretenden negarlo, neonazis y revisionistas. Ya te digo, lo cientítico es leer trabajos de especialista de prestigio en el mundo académico.

      Semprún, republicano español, corrobora junto a muchos otros, los gaseamientos y los cre,atorios. Los vio con sus ojos. El pòetan rumano Celan también, el escritor italiano Primo Levi, lo mismo. Montserrat Roig tiene un libro en catalán sobre ello que cuenta con muchos relatos de supervivientes catalanes y valencianos. No pueden mentir todos.

      Hitler quiso pactar con los británicos – se sentía acomplejado por su imperio -, Chamberlain tragó, pero Churchill no una vez atacada Polonia.

  4. norberto parada ha dit:

    NADA HABRÁ QUE ME DIGAN SOBRE EL DELIRANTE QUE ME HAGA PENSAR
    SIQUIERA UN INSTANTE EN LA AUTENTICIDAD DE SUS SENTIMIENTOS. PURO
    DELIRIO DE UN INCAPAZ, DE UN AUTÉNTICO MEDIOCRE TOTAL. ALGO,ADEMÁS,MUY
    FEMINOIDE, COMO DE ILUSION DE COSTURERA POBRE QUE SUEÑA CON
    PRÍNCIPES. PUERIL EN TODO SENTIDO,FALSO ,PERO SOBRE TODO PROFUNDAMENTE
    RIDÍCULO,PATÉTICO E INSENSATO. ASÍ LE FUÉ.

  5. Retroenllaç: Hitler, mi amigo de juventud (I). Entusiasmo por Richard Wagner. | EL CAVALLER DEL CIGNE ciutadà valencià de nació catalana //*//

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