El fresno del mundo
Seguimos con el texto de Ángel Mayo donde lo dejamos en el post anterior. El insigne wagneriano nos ofrece su propia exlicación de la obra que nos ocupa, Der Ring. Se referirá al estado primigenio, al regulado por los pactos, al del terror… Todo empezará con el atentado original contra la Naturaleza y su armonía, y concluirá con la hecatombe final y un interrogante. ¿Será el ser humano capaz de construir un mundo mejor ahora que ya no hay dioses que puedan manipularlo?
El texto y la música de la Tetralogía han provocado y provocan mil interpretaciones en estrecha relación con el entendimiento que se tiene de Wagner, entendimiento que, como se ha visto, es sumamente diverso y contradictorio. Algunas de estas interpretaciones no van más allá de lo pintoresco: por ejemplo, se ha sostenido que las cuatro partes de la obra equivalen a los cuatro movimientos de una sinfonía, en este caso de dimensiones descomunales; otra variante, en esta línea, defendió que las nueve walkyrias son las nueve sinfonías de Beethoven: sería curioso identificar a cada una de aquellas -Helmwige, Grimgerde, Schwertleite, etcétera- con la correspondiente pieza beethoveniana.
Hablando en serio, ¿se trata de una creación ambigua por definición? Yo no lo creo así. El festival escénico en un prólogo y tres jornadas es muy complejo, y por eso no puede ser reconducido a una ideología única y sistemática. Los ideólogos, por no decir los sectarios, somos nosotros: escenógrafos, comentaristas de toda laya, público. Como Wagner fue el médium o catalizador universal de una cultura sometida a tensiones fortísimas y sumida en profunda crisis, su obra capital, este Anillo del Nibelungo, sufre los vaivenes de tales tensiones. A veces pienso que las agresiones que hoy padece Wagner son lo que llamamos una huida hacia adelante, cortinas de humo, palos de ciego.
Odín-Wotan
A riesgo de incurrir a mi vez en estos mismos vicios, en un trabajo de esta naturaleza es imprescindible exponer, aunque sea de manera sucinta, lo que yo creo que es fundamental en la Tetralogía, cuál es su grupo sanguíneo. Muy al principio reduje a una fórmula comprensible su principio causal. Ahora, antes de desarrollarla, ha de dejarse bien claro que nunca debe perderse de vista que el protagonista de la obra es Wotan, esto es, el hombre occidental o activo, el hombre transformador. Su tragedia es la tragedia de la voluntad de poder, pero no la voluntad de poseer -en este sentido, su contrafigura es el dragón Fafner, el rentista: «yazgo y poseo, dejadme dormir»– sino la de actuar y conquistar.
No voy a enumerar aquí los logros del ejercicio de tal voluntad, que existen, pero sí dos efectos perniciosos, que pertenecen a las visiones del Anillo y están hoy en el centro de nuestras preocupaciones: la degradación de la Naturaleza por la actividad descontrolada del hombre transformador y la masificación humana, que es buscada deliberadamente por las propagandas con la finalidad de sustituir la libertad y el discernimiento individual por turbios intereses de casta, de clase, de etnia o raza, de religión, de ideología, de nacionalidad, económico-consuntivos y político-policiales. Aún puede añadirse aquello que Gregor-Dellin considera ausente en la música de Wagner, pero que sí caracteriza, en El ocaso de los dioses, a la sociedad decadente y mentirosa de los guíbichungos: el imperio de la trivialidad.
El Anillo comienza con el estado natural; pero el momento del comienzo de este estado no coincide con el acorde perfecto de mi bemol mayor que inicia el preludio de El oro del Rin, aunque dicho acorde sí simboliza dicho estado. Erda, la Tierra, la Naturaleza, duerme desde siempre en sueño sabio. Es inmutable e indiferente, es el principio femenino, conservador y continuador de la vida. En Erda no hay bien ni mal, sólo hay existencia. Como dice ella misma al ser invocada por el atribulado Wotan: «Mi dormir es soñar, mi soñar, pensar, mi pensar, acto del saber». Por eso, no puede revelar nada, sino sólo advertir.
Las Hijas del Rin
Al sentido de su sabiduría ha de llegarse escuchando a las Voces de la Naturaleza: éstas son las Hijas del Rin, que cantan el gozo del oro, inocente en su estado original, pero que también conocen la siniestra utilidad que puede dársele si alguien maldice el amor y consigue así el derecho a forjar el anillo que da el poder absoluto; el Pajarillo del bosque, que canta lo que sucede realmente; y sobre todo las Nornas, hijas de Erda, el oráculo de la noche profunda, tejedoras de la cuerda que ata el pasado, el presente y el futuro.
El pulso de la Naturaleza, su movimiento insensible, se manifiesta a través de los elementos primordiales (ella misma es el telúrico): el aire que permite el aliento de las cosas (y de la música); el agua que, al manar gota a gota entre las raíces del fresno del mundo (el principio masculino, cambiante), llega a formar la corriente del Rin, símbolo del devenir, que tiene confiada la custodia del oro puro e inocente; y el fuego: este elemento es la energía, que calienta, vivifica y también destruye; es inaprehensible, ingobernable, mágico, misterioso. Por ello, el personaje escénico en el que toma forma (sólo en El oro del Rin), el inteligente y ambiguo dios Loge, posee una personalidad fascinante. Estos dos últimos elementos consumarán la venganza de la Naturaleza (la Tierra) sobre el envilecido orden de los dioses de la manera que a ella le es propia, es decir, mediante una catástrofe.
Los gigantes, antiguos señores.
Finalmente, el sueño sabio de Erda abarca un mundo organizado en tres estratos. En las profundidades de la tierra, se halla el dédalo de las cuevas y minas donde moran los nibelungos, enanos artesanos, los cuales trabajan los metales preciosos para producir adornos sin valor de mercado.
La superficie es el gran bosque o selva primigenia; en su centro, dominando la floresta con el poderoso tronco y las vigorosas ramas, se yergue el fresno del mundo; las Nornas atan por la noche a su enramada los extremos de la cuerda del destino, y así quedan enlazados, en estado de armonía, los principios femenino y masculino; en un paraje del bosque, llamado Riesenheim, viven los últimos vástagos de la ruda, estirpe que antaño dio al mundo los primeros principes, Fasolt y Fafner, gigantes de fuerza ciclópea pero inteligencia escasa, que contemplan su inevitable decadencia: al ser los únicos supervivientes de su progenie y carecer así de hembras, están condenados a la extinción.
Las montañas forman el estrato superior: en ellas viven los dioses, los actuales señores.
Freia y sus manzanas de oro.
Wotan, el primero entre ellos, posee el valor, la voluntad y la auctoritas; Fricka, su esposa, vigila el cumplimiento de las leyes, en particular las del matrimonio; Freia, hermana de Fricka, cultiva las manzanas de oro que mantienen jóvenes a los dioses y así colma de placer y belleza la vida divina; Donner representa, con su martillo, el poder de las armas; Froh, alter ego de Freia, es la luz y el arte. Hay aún otro dios que en realidad, él mismo lo dice, es «sólo la mitad de genuino que vosotros, los divinos»: se trata del astuto Loge, el fuego, pero también la inteligencia. Para Wotan, su consejo resulta imprescindible; los restantes dioses le temen -Froh le increpa: «¡Te llamarás Loge, pero yo te llamo Lüge (Mentira, Engaño)!»– y Freia le escatima las manzanas de oro, para mantenerle «domesticado».
Wotan y el fresno del mundo
Sin embargo, los dioses no son los señores naturales, pues esta categoría no existe en el, sueño de Erda: han llegado a serlo mediante el pacto o contrato social, el cual ha exigido antes una renuncia y un acto de fuerza, esto es, el atentado original. Erda reposaba en su sabio sueño. El fresno extendía su majestuosa sombra sobre la fuente. Hubo una interrupción de esta quietud. El dios Wotan, en el pleno vigor de la juventud, llegó al paraje, mojó los labios en la fresca linfa y, con osado movimiento, arrancó al árbol una de sus ramas. El precio fue la pérdida de su perfección fisica, pues hubo de ceder el ojo izquierdo. Con la rama se hizo la fuerte asta de su lanza. En el prólogo del Ocaso, la primera Noma evoca cómo aquella acción alteró el estado natural:
«En el curso de largos tiempos
la herida consumió al bosque;
amarillentas, cayeron las hojas:
seco, languideció el árbol;
triste, secóse la linfa del manantial….
de confuso sentido
volvióse mi canto».
Mas esta acción no significa la caída desde el estado paradisíaco a otro de debilidad y nostalgia: en el Anillo no hay lugar para el mito del Edén cristiano. El sacrificio físico del dios es un do ut des con la Naturaleza y le otorga el derecho a erigirse en cabeza y salvaguarda del estado de poder pactado. Todos los pobladores de los tres estratos acatan el imperio del derecho; asida por el puño de Wotan, la lanza, el primero en el tiempo de los cinco objetos-símbolo que, manufacturados por el hombre transformador, son capitales en la Tetralogía, garantiza el nuevo orden universal, codificado en su asta con caracteres rúnicos. Incluso el independiente y errátil dios Loge se somete a Wotan, para convertirse en su consejero secreto.
La comunicación natural ha dejado de existir. Las Nomas se ven obligadas a atar la cuerda del destino a ramas de abetos y a peñas y, perplejas, se interrogan entre sí, pues su visión se ha enturbiado. Mas el orden de los dioses podría permanecer invariable, ya que estos afortunados se mantienen siempre jóvenes gracias a las manzanas de oro que cuida la gentil Freia.
Alberich y las ondinas
Hay, con todo, un factor discordante: el rey de los nibelungos, Alberich, sufre a causa de sus límites e imposibilidades. ¿Por qué le están negados la luz, la belleza y el placer? Buscando la respuesta -él es también dinámico a diferencia de sus pasivos congéneres-, se desliza entre las grietas de su medio hasta alcanzar las profundidades del Rin: allí se, deleita con la visión de las ondinas e, inflamado de ardor camal, solicita sus favores.
Pero como lo que él pide es contrario al orden natural, es rechazado por las ondinas -seres sin conciencia moral- con pullas y burlas. Así se despierta el sentimiento de impotencia de Alberich y le invade la rabia. Éste es el momento de la revelación del oro -el sol atraviesa las aguas y le arranca claros destellos- y de su fuerza potencial. Canta Wellgunde:
«¡La herencia del mundo
ganara en propiedad
quien del oro del Rin
hiciera el anillo
que le prestara inmenso poder!»
y añade Woglinde:
«Sólo quien renuncia
al poder del amor,
sólo quien rechaza
la alegría de amar,
sólo él logra el prodigio
de forzar al oro a sortija».
Alberich decide entonces llevar a cabo otro atentado contra la Naturaleza, esto es, despojarla del oro con una doble finalidad: imponer el estado de terror o totalitario, derrotando al estado de poder pactado de Wotan, y conseguir placer -lisa y llanamente sexo- mediante la capacidad adquisitiva del oro, del dinero. No hay en el nibelungo la reivindicación de la luz y la belleza negadas a él y a su pueblo. El oro es para él el medio para alcanzar el poder. Al igual que el dios cedió uno de sus ojos, el enano ha renunciado al amor. Nace así entre las garras de Alberich el segundo de los objetos-símbolo de la Tetralogía, el anillo que da nombre al ciclo.
Es un rasgo de genio de Wagner, y también demostración de la coherencia de su pensamiento, que -como ya quedó explicado antes al citar El pecfecto wagneriano– el motivo musical del anillo y el del Walhall sean el mismo, aunque con las diferencias musicales ya expuestas. Lo ilógico sería que la lanza, símbolo del poder legitimo, del contrato social, coincidiera musicalmente con el anillo. Por el contrario, el Walhall es, con toda su majestad, la manifestación de un poder ya desviado y caído en la pompa y la ostentación, como el anillo lo es de un poder dirigido también a la ostentación, pero la del tirano. Además, la lanza es anterior en el tiempo, mientras que la forja de la sortija y la edificación de la fortaleza corren paralelas.
Alberich esclavizando y explotando a los nibelungos.
Alberich no funda su poder en pactos ni lo somete a límites. Empieza a ejercerlo esclavizando a su pueblo e imponiéndole un brutal sistema de producción. No existe en la historia del teatro, ni obviamente en la de la música, una descripción del paso de la era artesanal a la industrial parigual a la que se eleva desde el foso en el segundo interludio de El oro del Rin.
Aquí suena la desesperación del proletariado, dedicado sin descanso a la producción del tesoro, que Alberich acumula sólo para sí mismo. Pese a que se dejó llevar una vez más por su cínica ironía, Bernard Shaw dibujó de manera sugerente el cuadro de las cuevas de los nibelungos tal como podía verlo un socialista en el último tramo del siglo XIX. Puede leerse en El perfecto wagneriano:
«Este lugar sombrio no tiene que ser forzosamente una mina: podría ser asimismo una fábrica de cerillas con fósforo amarillo, huesos como combustible, dividendos gigantescos y una multitud de clérigos como accionistas. O también una fábrica de albayalde o química o una alfarería o una estación de maniobras o un taller de sastrería; o una pequeña lavandería empapada en ginebra o una sucursal bancaria o una tienda grande o justamente uno de esos lugares donde son sacrificadas a diario vidas y dichas humanas, con lo que cualquier criatura codiciosa e insensata puede cantar himnos exultantes a su ídolo plutónico:
Déjame comer, mientras otros pasan hambre,
cantar, mientras otros se lamentan».
Pero lo que suena en la forja de los nibelungos con años de adelanto es una de esas cadenas de producción –Metrópolis, de Fritz Lang; Tiempos modernos, de Chaplin- que aceleradamente van siendo sustituidas en la era postindustrial por la robótica; aquí hallo yo la razón para no hacer del Nibelheim una planta industrial concreta de esta o de la otra clase, pues lo importante es el trabajo constante y esclavo en beneficio del déspota. Mas el horror se hace absoluto porque, además, Alberich ha obligado a su hermano Mime a fabricarle el Tarnhelm o yelmo mágico, el tercero de los objetos-símbolo de la Tetralogía,que significa la negación de la identidad.
El yelmo simboliza la mentira, la hipocresía, el engaño, la propaganda, la vigilancia, la delación. Gracias a él Alberich será el gran hermano, espía invisible, mano que golpea en la impunidad, y se convertirá, según le convenga, en dragón o en sapo. El yelmo servirá también para que Fafner se mude en la bestia que yace y posee y para que Siegfrled arrebate violentamente a Brünnhilde, bajo la apariencia de Gunther, el anillo que él mismo le había dado en prueba de eterno amor.
Siegfried y Brünnhilde
La misma potencia maléfica -escúchese la música- se destila en el brebaje que hace de Siegfried un tonto útil, al llevarle a olvidar a Brünnhilde, la amada eterna, por Gutrune, el mero deseo, que se satisface mediante un matrimonio convencional.
Paralelamente a los trabajos de Alberich, Wotan se ha hecho edificar, para su mayor gloria, el Walhall, cuarto de los objetos-símbolo tetralógicos; pero el dios no está dispuesto a pagar a los gigantes el precio pactado: Freia, ahora la hembra que «los rudos» necesitan para intentar escapar a la desaparición. No se trata de que Wotan no quiere pagar nada, sino de convencer a los gigantes de que esa prenda no está hecha para ellos y harán mejor al aceptar algo que sea también valioso, pero distinto: de este modo quedaria cumplido el contrato en todos sus términos.
Pero los gigantes no aceptan la modificación: uno, Fasolt, porque desea a la bella Holde (otro nombre de Freia); otro, Fafner, porque en su resentimiento quiere hacer así daño a los dioses, para verles caer en la decadencia y la ruina una vez que sean privados de las manzanas áureas. Sólo se dejan tentar por el tesoro de Alberich. Wotan se ve de repente en presencia de un dilema insoluble: si despoja al enano de su anillo, como efectivamente lo conseguirá gracias a la astucia de Loge, es para reponer el orden pactado, pues a renglón seguido debe devolvérselo a las Hijas del Rin; sin embargo, esta acción no rescatará a Freia.
Mas Alberich maldice con ferocidad a la joya, la cual, al ser codiciada por todos, traerá la muerte al «señor del anillo, en realidad del anillo esclavo». Aun así, Wotan quiere acumular en su mano todo el poder del mundo, renunciando también al amor (Freia) y además a su misión de guardián del orden.
Erda, diosa de la Tierra
El peligro es tan grande que Erda -recordemos, la Tierra, la Naturaleza- sale momentáneamente de su sueño, a fin de advertir al dios:
«¡Cede, Wotan, cede!
¡Escapa a la maldición del anillo!
Sin remedio,
a oscura ruina
te consagra su adquisición.
[….]
¡Escucha! ¡Escucha! ¡Escucha!
¡Todo lo que es, …fenece!
Un dia sombrío
amanecerá para los dioses:
¡Te lo aconsejo, evita el anillo!»
Wotan cede el anillo y al menos recupera así a Freia; pero la rueda fatal se ha puesto en movimiento: Fafner mata a Fasolt en la disputa inmediata por el oro y la sortija; éste es el primer asesinato anunciado por Alberich, y, además, uno particularmente atroz, un fratricidio.
El acto provoca en Wotan inseguridad y desconcierto. Sin embargo, la seductora visión del Walhall al otro lado del valle del Rin, iluminado por los rayos del sol del atardecer, despierta en él una nueva manifestación de su voluntad activa: sin su referente concreto, sin que lo que va a decir el dios proporcione la más mínima pista.
Surge en la orquesta el motivo, vibrante y agresivo, que después quedará asociado con el último de los cinco objetos-símbolo del entero drama, la espada destinada a Siegmund y luego heredada y reconstruida por Siegfried; sin embargo, el motivo principal es inmediatament siguiente, el del propósito de la espada, que suena con las palabras con que Wotan se refiere al Walhall: «¡Así saludo a la fortaleza, a salvo de temor y aflicción!».
Rheingold. Finale.
Desde ahora el mundo no se regirá ya por los pactos, sino por la violencia. Wotan quiere evitar el final anunciado por Erda; mas como él no puede despojar a Fafner del anillo pagado por el Walhall, ideará un plan de ataque indirecto, que habrá de ser ejecutado por terceros, por los futuros welsungos, los héroes.
Ahora hemos sentido sólo un impulso, una inspiración, pues en este instante Wotan se dispone a tomar posesión de la fortaleza que -él ni siquiera lo intuye aún- llegará a convertirse en su búnker. Donner provoca la tormenta y la dispersa. Froh extiende el arco iris como puente tendido sobre el valle del Rin. Desde éste llega el canto de las ondinas, que lloran la pérdida del oro y reclaman su devolución. Entonces Loge transmite la arrogante respuesta de Wotan:
«¡Si nunca más brillará el oro
para vosotras, muchachas,
en el nuevo esplendor de los dioses
solearos dichosas en adelante!»
Mas la situación real, que es además la primera anticipación, si bien aún imprecisa, del desenlace de la Tetralogía, había sido concretada poco antes por este mismo, lúcido por escéptico y viceversa, portavoz:
«A su fin corren
los que tan fuertes en el subsistir se imaginan…
Casi me avergüenzo
de obrar con ellos.
Noto el atrayente placer
de volver a mudarme
en ondulante llama:
devorar a los que
otrora me domesticaron
en vez de perecer
tontamente con los ciegos».
Los dioses comienzan a atravesar el puente. La música que les acompañará -motivos de la espada y del arco iris- es magnífica, resplandeciente, y los directores y registas que la aligeren y la “desmitifiquen” se equivocarán de raíz, pues quien va a entrar en el Walhall con sus compañeros no es un mafioso ni un politicastro, sino el hombre transformador ya en el trance de decaer bajo el peso de sus repetidos errores. Lo que las ondinas cantan aún es lo que la Naturaleza manifiesta a través de éstas sus Voces acuáticas:
«Franqueza y fidelidad
existen sólo en las profundidades:
¡falso y cobarde
es lo que allí arriba se alegra!».
Las Voces de la Naturaleza nos dicen así que a partir de ahora hay ya sólo un estado totalmente alterado y confuso.
Retroenllaç: Homenaje a Ángel Mayo, wagneriano de pro. La obra de una vida. El Anillo del Nibelungo (VI). De los gemelos incestuosos a la hija desobediente. | El Cavaller del Cigne