Libro sobre Wagner traducido, anotado y prologado por Á-F. Mayo. Imprescindible.
Hecho el preámbulo en la entrega anterior, pienso que el mejor homenaje que se puede hacer a quien considero mi iniciador en Wagner es dar a conocer su obra. Creo que el mejor escrito de Mayo es el que dedicó a la explicación del Anillo, La obra de una vida. El Anillo del Nibelungo. Para ello, reproduciré los párrafos que considero más interesantes y añadiré alguna ilustración que, a mi modo de ver, tenga relación con el texto. Para profundizar más, recomiendo la lectura del original completo, que se puede hallar en la Guía Wagner, publicada por Alianza, en alguna biblioteca o su compra en librerías de segunda mano, ya que no está disponible de otro modo según tengo entendido. Os dejo con el bien documentado texto y de agradable lectura no exenta de pasión. Así era su autor.
Brünnhilde besando el anillo de Siegfried como prenda de amor
El Anillo del Nibelungo es la obra de una vida. Pese a lo dilatado de la génesis, a los cambios habidos en su azarosa vida y en su proteico pensamiento, a las cesuras -relativamente perceptibles- y al enriquecimiento armónico que resultó de la composición de Trístán e Isolda (r857-r859) en el ínterin, pese también al hondo giro dado a la historia de Alemania desde el prerrevolucionario r848, al que siguió el rápido deterioro final del Antemarzo o era Mettemich, hasta la época de la Reunificación y de los llamados Años Fundacionales (del Imperio), el principio causal de El anillo del Nibelungo permaneció siempre el mismo. Reducido a una fórmula fácilmente comprensible, este principio dice así: el mundo antiguo de los hombres esclavos, regido por el poder políticoeconómico y sus injustas leyes, tiene por fuerza que perecer, para que el mundo nuevo, redimido de la maldición, sea el de los hombres libres y movidos por el poder del amor.
George Bemard Shaw
Tal concepto es profundamente romántico y utópico. Tenía razón George Bemard Shaw al advertir que era imposible que la Tetralogía fuera imaginable antes de cuando fue escrita, es decir, en medio del triunfo de la época industrial, en pleno capitalismo y en presencia de sus consecuencias sociales. También afirmó, y a su manera lo demostró, que el Anillo es el primer manifiesto socialista artístico de la Historia – hoy podemos añadir que el “único”, puesto que se rige por principios estéticos revolucionarios propios, no por los del mal llamado arte comprometido, que en realidad es arte servil por estar al servicio de algo exterior y ajeno-, el cual muestra con total coherencia la victoria del hombre nuevo en la última escena de Sigfrido, que contiene el radiante dúo en do mayor durante el que la pareja destinada a la redención del mundo se reconoce y se consagra; por esta razón, entre otras, el escritor irlandés no entendía la lógica de darle la vuelta, en cierto modo, a este final optimista y natural con una obra que, pese a toda su magnificencia sonora, significaba para él un retroceso a los procedimientos de la grand’ opéra. Dice Bemard Shaw:
«Pese a la plenitud de la capacidad técnica, pese a la perfección del estilo y del dominio la armonía y la orquestación, manifiestamente libres de esfuerzo, no hay en la obra (El ocaso de los dioses) un compás que nos conmueva como los mismos temas en La Walkyria, ni se añade nada a la viveza y al temperamento de Siegfried, aparte del brillo exterior».
Y añade un poco más adelante:
«…como tema principal del final elige él un pasaje apasionado, que es cantado por Sieglinde en el tercer acto de La Walkyria, cuando Brunnhilde despierta en ella el sentimiento de su elevada determinación como madre del héroe no nacido. No hay lógica dramática alguna en el retomo de este tema, para expresar el éxtasis en el que Brünnhilde se inmola a sí misma. Naturalmente hay una justificación para esto en la medida en que ambas mujeres se sienten apremiadas al autosacrificio por Siegfried; pero esto no es apenas más que una disculpa, pues exactamente igual podía aplicarse a Alberich el tema del Walhall con el no peor fundamento de que tanto él como Wotan estarian llenos de ambición, y esta ambición tiene la misma meta, esto es, la posesión del anillo».
El siempre agudo comentarista – El perfecto wagneriano – se adelantó a su tiempo y conserva toda su frescura en el análisis y en el estilo y una parte de vigencia- atribuye este “cambio” a la persistencia de La muerte de Sigfrido, el viejo poema del que fue naciendo después la Tetralogía-cangrejo, a la edad de Wagner cuando al fin cerró el ciclo (61 años) y a la nueva época: sin decirlo expresamente, el autor de Pigmalión asocia ahora al antiguo revolucionario de Dresde con el “compositor oficial” del Imperio, como dijera, equivocándose de plano, Karl Marx. Bemard Shaw carecía no sólo de una perspectiva o distancia más enriquecedora cuando dio a la imprenta todo esto, sino también de una visión más fina de las relaciones entre los motivos conductores tetralógicos. Así, desconoce la verdadera función de la redención por el amor o la esperanza, que es lo que él cita «como tema principal del final», cuando en realidad él solo forma este final y no reaparece con impulso apasionado, sino como una interrogación abierta a todas las posibilidades y, esto es lo más importante, cuando la voluntad de Wotan y, con ella, el movimiento del mundo, ha desaparecido.
Wagner era en 1848 un volcán en vías de erupción: el esbozo de un drama sobre el emperador Federico I Barbarroja, admirado por Wagner; el primer estudio en prosa sobre La leyenda de los Nibelungos, que apareció como El mito de los Nibelungos como proyecto para un drama; el extraño ensayo Los Wibelungos – Historia universal a partir de la leyenda; el esbozo, asimismo en prosa, de La muerte de Sigfrido, que en seguida iba a convertirse en el poema dramático del mismo nombre; la carta al Parlamento alemán reunido en Fráncfort, con la siguiente propuesta:
l. La Asamblea Nacional es el único poder constituyente.
2. Armamento del pueblo.
3. Alianza defensiva y ofensiva con Francia.
4. Reforma territorial de los Estados alemanes, para que no tengan menos de tres ni más de seis millones de habitantes.
Asimismo, un proyecto de drama, en 50 hojas, sobre Jesús de Nazareth visto como revolucionario social; la amistad y el trato cotidiano -casi siempre por la noche con el famoso anarquista ruso Mihail Bakunin; las soflamas incendiarias en las Hojas del Pueblo, suelto revolucionario editado por el director de coros de la Ópera de Dresde, August Röckel, en la última de las cuales, que lleva precisamente por título La Revolución, casi se oye más que se lee la voz de esta Némesis:
«Quiero destruir el orden de cosas establecido, que divide a la humanidad única en pueblos enemigos, en poderosos y débiles, en privilegiados y despojados, en ricos y pobres; pues este orden hace únicamente de todos nosotros seres desdichados. Quiero destruir el orden de cosas que hace a millones esclavos de los pocos y a estos pocos esclavos de su propio poder, de su propia riqueza. Quiero destruir este orden de cosas que separa el trabajo del placer, que hace del trabajo una carga y del placer un vicio, que hace miserable a un hombre por indigencia y a otro por superabundancia. Quiero destruir este orden de cosas que consume las fuerzas de los hombres al servicio del dominio de los muertos, de la materia sin vida, que fuerza a cientos de miles a consagrar su vigorosa juventud al sostenimiento de esta situación infame, ocupándoles ociosamente como soldados, funcionarios, especuladores y fabricantes de dinero, mientras que la otra mitad ha de sostener todo este vergonzoso edificio por el desmesurado empleo de sus fuerzas y el sacrificio de todos los placeres de la vida».
Dresde
Tales deseos habían provocado escándalo en la ciudad y no poca inquietud en la intendencia de la Ópera de la corte de Dresde, pues cuando corrieron de mano en mano, el día 8 de abril de 1849, se veía ya venir el estallido de la crisis: el último día del mes el rey Federico Augusto 11 de Sajona disolvió las Cámaras y rompió unilateralmente el pacto constitucional, el 3 de mayo el ejército prusiano fue llamado en auxilio de las débiles y confundidas tropas sajonas, veinticuatro horas después toda la Corte y los ministros huyeron a refugiarse en la fortaleza de Konigstein. El volcán llamado Richard Wagner arrojó al fin fuego y lava, y así se le vio en las barricadas, en tareas de enlace del gobierno provisional, en lo alto del campanario de la Iglesia de la Santa Cruz vigilando los movimientos de las tropas prusianas, e incluso -así está documentado en su expediente policial- en el encargo y la distribución de granadas de mano.
Ring Barenboim-Kupfer. Tráiler.
Por el contrario, no es cierto, como aún creía Arnold Schönberg, quien por lo demás defendió siempre a Wagner como músico y como hombre, que participara en el incendio de la maravillosa Ópera Vieja de Gottfried Semper, de cuya fábrica quedó en pie sólo una parte de los muros de piedra. Claro que esta euforia duró poco. El día 9 el gobierno provisional abandonó Dresde, para ser sorprendido y detenido en Chemnitz esa misma noche. Wagner no siguió la misma suerte de puro milagro; pero via Weimar, donde fue acogido y ayudado por Franz Liszt, el día 28 tuvo que alcanzar territorio suizo (Rorschach) con el pasaporte caducado de Christian Adolph Widmann, profesor en la Universidad de Jena, pues dos semanas antes había sido emitida en Dresde orden de busca y captura contra él, que llevaba su retrato y descripción. Durante los once años cumplidos de exilio de Alemania escribió el gran conjunto de los ensayos teóricos y estéticos -los llamados escritos de Zúrich-, levantó el edificio poético de El anillo del Nibelungo y le puso música hasta el final del segundo acto de Sigfrido, sintió la pasión por Mathilde Wesendonck inmerso en el estado anímico que le “obligó” a componer el prodigioso Tristán e Isolda, y fue finalmente a estrellarse en París (marzo de 1861) con el estreno francés de Tannhauser, todo esto entre otros avatares asimismo importantes.
Retroenllaç: Homenaje a Ángel Mayo, wagneriano de pro. La obra de una vida. El Anillo del Nibelungo (III). | El Cavaller del Cigne
Retroenllaç: Homenaje a Ángel Mayo, wagneriano de pro. La obra de una vida. El Anillo del Nibelungo (I). | El Cavaller del Cigne