Sangre de Welsas o De la estirpe de Odín. Thomas Mann.

sangre de welsas. tapaEn un apunte anterior ya hablé de Thomas Mann, de su obra y de la influencia de Wagner en ella. Hoy me centraré en un relato corto eminentemente wagneriano. Incluso incluye la asistencia a una representación Die Walküre, los protagonistas tienen el nombre de los welsungos, son gemelos y… hay incesto. Por este motivo, el cuento tuvo problemas. El mismo Mann no se decidía a publicarlo en la Alemania guillermina de entonces. El escrito es de 1906.

Novela corta o cuento, se trata de un relato breve – una veintena de páginas – que aúna las evidentes referencias wagnerianas a otro de los temas centrales de Mann cual es la decadencia de la burguesía.

En el seno de una familia de la alta burguesía alemana de principios del siglo XX, época caracterizada por unas rígidas normas sociales y morales, nos encontramos con cuatro hermanos. Los dos más pequeños, son gemelos, un chico y una chica de diecinueve años se llama Sigmundo y Sieglinde. Podemos distinguir dos partes: la primera, en la que Mann nos hace una descripción de una clase decadente, vacía y sin entusiamo. La segunda se centra en la relación entre los hermanos mellizos. Sigmundo es un claro reflejo del artista caprichoso, sin talento y para nada comprometido, que busca a través de la belleza aquello que no es capaz de encontrar en su anodina y cómoda existencia rodeado de lujo. Sieglinde está comprometida formalmente con un hombre a quien no ama.

Entre ambos hermanos hay una atracción irresistible que el autor nos muestra en pequeños detalles como las miradas calladas, el ir cogidos de las manos, una manos húmedas por el contacto físico y una experiencia incestuosa no explícita en el texto que tiene lugar tras haber asistido a una representación de Die Walküre. La diferencia con lo que sucede en el drama de Wagner radica en que no hay lucha ni heroísmo entre los gemelos burgueses, cuya vidas transcurren de una manera placida, apática y previsible rodeados de lujo. Es la experiencia operística la que precipita la consumación del incesto que no ocurre en el relato, pero queda sugerido en su final. Completando el trío, el novio de Sieglinde bien podría ser Hunding.

A continuación, una amplia selección de los momentos que podríamos considerar wagnerianos, incluyendo el primer acto de Die Walküre que es el que influye en su comportamiento posterior.

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Thomas Mann

Sigmundo y Sieglinde llegaron después, cogidos de la mano, bajando del segundo piso. Eran mellizos, los menores, gráciles como varillas y de aspecto infantil, a pesar de sus diecinueve años. Ella llevaba un vestido de terciopelo color rojo, tal vez demasiado serio para su figura, cortado a la moda florentina del siglo xv. Él vestía un traje de chaqueta, corbata de seda cruda color frambuesa, zapatos de charol y puños con gemelos cuajados de pequeños brillantes. Iba muy bien afeitado, y en su rostro pálido y delgado resaltaban solamente las cejas negras y pobladas, casi unidas. Sus gruesos y ensortijados cabellos negros se desparramaban por ambos lados cayendo en hermosos rizos sobre sus sienes. La muchacha llevaba peinados sus cabellos también negros con una raya muy marcada que los separaba en dos bandas sobre las orejas, y adornados con un aro en cuyo centro lucía una perla espléndida. Se lo había regalado él. En la muñeca delgada del muchacho brillaba una pesada cadena de oro. Ella se la había regalado. Se parecían mucho. Los dos tenían la nariz ligeramente achatada, los mismos labios gruesos, los pómulos salientes, los mismos ojos negros y brillantes. Pero en lo que más se parecían era en las manos gráciles y
largas, hasta el extremo de que las del muchacho no tenían forma masculina, solamente eran un poco más rojizas que las de su hermana.

Siempre iban los dos cogidos de la mano, y por esto las tenían generalmente un poco húmedas… Permanecieron unos momentos de pie, sobre la alfombra del salón, sin decir una palabra. Finalmente llegó Beckerath, el prometido de Sieglinde. Wendelin le había abierto la puerta. Se excusó lo mejor que supo de su retraso. Era empleado administrativo, de buena familia. Pequeño, amarillo como un canario, llevaba perilla y era muy amable. Antes de sentarse, aspiró un poco de aire con la boca abierta, mientras oprimía la barbilla contra el pecho. Besó la mano de Sieglinde y dijo:
—¡Excúseme también usted, Sieglinde! El camino del Ministerio al parque zoológico es tan largo…
Todavía no se tuteaban; a ella no le gustaba. La muchacha contestó:
—Muy largo. ¿ Por qué no prueba, en vista de eso, a salir de la oficina
un poco antes?

de la estirpe de odin .tapa

Sigmundo y Sieglinde no decían nada. Seguían con sus manos humedecidas y delgadas, unidas. De vez en cuando cambiaban una mirada, reveladora de un acuerdo al que nada procedente del exterior tenía acceso. Von Beckerath estaba sentado al otro lado de Sieglinde.

Sieglinde volvió la cabeza, por primera vez, hacia su prometido. Franca y desenvuelta, completamente despreocupada, como si nada de aquello le importara. Contemplaba con expresión dócil a su vecino, alto y moreno, impaciente, inquisitivo, cuya mirada grave y radiante pareció, por el espacio de unos segundos, la de un animal que no consigue comprender. Sin embargo, no soltó la mano de su mellizo, en cuyas cejas, unidas sobre la nariz, se habían formado dos oscuras arrugas…

Sigmundo intervino rozando la ironía con la ingenuidad simpática, casi primitiva, de un hombre cuya ignorancia llegaba hasta tal punto que no sabía distinguir entre un smoking y un chaqué. Este Parsifal hablaba de un smoking a cuadros… Kunz conocía un caso de una candidez aún más conmovedora. Se trataba de un individuo que se había presentado en una casa, vestido de smoking, a las cinco de la tarde, a la hora del té.
—¿Con smoking por la tarde? —dijo Sieglinde torciendo los labios—. ¡Esto sólo puede hacerlo un animal!

Sigmundo estaba echando un poco de azúcar sobre el corte de piña de América cuando, de pronto, mientras adoptaba la expresión de un hombre cegado por la luz del sol, se le ocurrió decir:
—Óigame, Beckerath, se nos olvidaba… Sieglinde y yo queríamos pedirle… Esta noche hacen La Walkyria en el «Teatro de la Ópera»… A Sieglinde y a mí nos gustaría mucho poder volver a oírla otra vez juntos… Esto depende sólo de su bondad…
—¡Qué ingenioso! —dijo el señor Aarenhold.
Kunz trataba de llevar el compás del motivo de Hunding tamborileando con los dedos sobre el mantel. Von Beckerath, sorprendido de que una cosa corno aquélla dependiera de su voluntad, contestó con amabilidad:
—-Naturalmente, Sigmundo, y usted Sieglinde, lo encuentro muy oportuno… A mí me va bien y podemos ir juntos. Además, hoy tenemos un reparto excepcional…
Los Aarenhold se inclinaron riendo sobre sus respectivos platos. Von Beckerath, perplejo y pestañeando, trataba de averiguar las razones de la hilaridad de los que le rodeaban. Sigmundo tomó de nuevo la palabra:
—Vaya, yo he de declarar que encuentro el reparto muy malo. Aparte de eso, le estamos muy agradecidos, pero no nos ha comprendido bien. Lo que deseamos Sieglinde y yo, es poder escuchar otra vez La Walkyria antes de la boda, pero solos. Yo no sé si ahora usted…

Sigmundo estaba vistiéndose para ir a la Opera, hacía ya una hora. Ponía un cuidado extraordinario y constante en su aseo, de modo que se pasaba una parte considerable del día en el lavabo. Hallábase frente a un magnífico espejo Imperio con un marco blanco y se empolvaba las mejillas y el mentón, recién afeitado. Su barba era tan espesa y le crecía tanto que cuando salía por la noche se veía obligado a afeitarse por segunda vez.

Aquel día transcurrió para él, como todos los de su vida: rápido y vacío. La función empezaba a las seis y media de la tarde, pero como él se estaba arreglando desde las cuatro y media, se le había ido prácticamente toda la tarde.

Sigmundo había nacido en ambiente de riqueza y se había acostumbrado a vivir bien. Y no obstante, lo curioso era que este ambiente de lujo nunca dejaba de preocuparle y de producirle voluptuosas sensaciones.

Después había llegado Von Beckerath, empleado en el Ministerio y miembro de una buena familia. Se había adueñado de Sieglinde y al mismo tiempo había conseguido atraerse la benévola neutralidad del señor Aarenhold, la protección de la señora Aarenhold y el apasionado apoyo de Kunz, el húsar. Era un hombre resignado, diligente y extraordinariamente amable. Y finalmente, después de haberle dicho con frecuencia que no le quería, Sieglinde había comenzado a contemplarlo muda, esperanzada, tentada, con su mirada resplandeciente, pero grave, que parecía más bien la de un ser irracional por su falta de expresión, y había acabado por darle el sí. Y el mismo Sigmundo, de quien ella dependía, había intervenido también en el desenlace. Despreciaba a Von Beckerath, pero no se oponía porque trabajaba en el Ministerio y pertenecía a una buena familia… A veces
sus cejas hirsutas se unían en un fruncimiento que denotaba una profunda preocupación…

Ella lo contempló con admiración, con orgullo, con devoción. En sus ojos brillantes se adivinaba un sentimiento de profundo cariño. Como los labios de ella estaban tan cerca de los suyos, él los besó. Se sentaron en el sofá con las manos enlazadas y mirándose con ternura.
—Ya te pones otra vez sentimental —dijo ella acariciando su mejilla recién rasurada.
—Tus brazos parecen los de un Atlas —dijo el muchacho dejando deslizar una mano sobre el delicado antebrazo, mientras aspiraba el perfume violeta de la cabellera de la joven.
Ella le besó los ojos y él la besó en el cuello, al lado de la piedra preciosa. Besáronse después las manos. El muchacho la amaba con dulzura por el cariño que ella le mostraba. Por último los dos se pusieron a jugar como perritos que se muerden, luego él se levantó.
—No me gustaría llegar tarde —dijo.

siegmund - sieglinde

Siegmund i Sieglinde

Tempestad, tempestad… Habían llegado hasta allí salvando algunos obstáculos, pero ya estaban concentrados y ambientados en la música. Tormenta y borrasca, elementos atmosféricos desencadenados en el bosque. Por doquier resonaba la fuerte voz de mando del dios, se repetía, se estremecía de rabia, y después retumbaba el trueno con un estrépito colosal. Corriéronse las cortinas como arrastradas también por el ímpetu de la tempestad. Allí estaba la cabaña salvaje, con el fulgor del hogar resaltando en la oscuridad y el descomunal tronco de fresno en el centro de la estancia. Sigmundo, un hombre de aspecto risueño y barba rubia, apareció en la puerta y se apoyó extenuado en el quicio. Después, avanzó con unos pasos trágicamente vacilantes. Sus ojos azules, bajo las cejas rubias y el rubio fleco de la peluca, se dirigieron con una mirada desconcertada, casi suplicante, al director de orquesta.

La música se hizo un poco más suave, y entonces el hombre dejó oír su voz, de timbre metálico y claro, a pesar de que respiraba dificultosamente. Dijo en breves palabras que tenía que descansar y se preguntó a quién pertenecería la cabaña. Al decir esto se dejó caer sobre una piel de oso, y allí permaneció tendido, con la cabeza apoyada sobre uno de sus brazos nervudos. Seguía respirando, dormido, y su pecho se movía acompasadamente.

Transcurrió un minuto y la música siguió subrayando los acontecimientos con su melodía descriptiva… Después apareció Sieglinde por la izquierda. Su pecho de alabastro palpitaba bajo el vestido de muselina con adornos de piel. Contempló con asombro al forastero, y luego, apoyando la barbilla en el pecho, dejó salir de sus labios unos delicados acordes, unas palabras expresivas mientras la nuez de su garganta se estremecía y los labios le temblaban. Le prestó auxilio. Inclinada sobre él, de tal modo que sus senos rozaban aquel cuerpo tendido, le tendió un cuenco lleno de agua. Él bebió ávidamente. Los acordes conmovedores de la música hablaban de consuelo y de solaz. Luego se miraron con entusiasmo, como extasiados. Parecían haberse reconocido y se abandonaron a unos instantes de silenciosa contemplación, mientras seguía sonando, profunda y significativa, la música…

Ella le trajo aguamiel, acarició primero con los labios el cuenco y luego lo observó, mientras bebía. Otra vez se cruzaron sus miradas, y otra vez surgió del foso de la orquesta aquella profunda melodía… Después, él intentó cobrar ánimos y con aspecto de fatiga, con los brazos colgando, se dirigió a la puerta para proseguir en la selva su aborrecida existencia, para abandonarse de nuevo a su dolor, a su soledad. Ella lo llamó, pero como él no oía, no se abstuvo de confesar su desgracia, con las manos levantadas. Se detuvo un instante y ella bajó los ojos. Sus miradas desesperadas hablaban del dolor que los unía. Él permaneció de pie, con los brazos cruzados, junto al fuego de la chimenea, aguardando su destino.

Siegmund,-Sieglinde-and-Hunding

Hunding y los gemelos welsungos

Llegó Hunding, con sus piernas torcidas, su enorme barriga y su barba negra cruzada por algunas estrías claras. Después de haber sido anunciado por su motivo musical, apareció en el centro de la escena, hosco y huraño, apoyado en su lanza, observando con sus ojos de búfalo al huésped, cuya presencia celebró luego con un saludo salvaje de bienvenida. Sieglinde preparó la mesa para cenar, y mientras disponía lo necesario, la mirada desconfiada y lenta de Hunding se dirigía alternativamente a ella y al forastero. Aquel monstruo se daba cuenta de que ellos se miraban con una expresión desenfrenada, extraordinaria y porfiada, que él odiaba y que no podía tolerar…

Después se sentaron. Hunding tomó la palabra y explicó brevemente su existencia sencilla, ordenada y tranquila en todos los aspectos. Luego pidió a Sigmundo que se diera a conocer, lo cual era mucho más difícil. Y Sigmundo comenzó a cantar, con voz clara y maravillosa, refiriéndose a su vida y a sus penas y explicando cómo había venido al mundo con una hermana melliza…, y tal como hacen todos aquellos que deben obrar con precaución, se atribuyó un nombre falso, y a continuación explicó detalladamente el odio y la envidia con que eran perseguidos él y su padre, habló también de la destrucción de su casa entre llamas, de la desaparición de su hermana, de su vida de proscrito, acosado y maldito en el bosque, acompañado de su padre, y finalmente, de la misteriosa ausencia de este último… Después cantó Sigmundo lo más doloroso: sus ansias de vivir con los hombres, su nostalgia y su infinita soledad. Y siguió su canto explicando cómo había buscado el amor y la amistad entre las mujeres y los hombres, pero que siempre había fracasado. Pesaba sobre él una maldición, el estigma de su origen extraño y de su cuna. Su lenguaje era distinto al de los demás mortales. Había vivido en constante lucha y en franca rebelión y no había sido pagado con otra moneda que con la injuria, el desprecio y el odio. Desde luego era un ser extraño, distinto a los demás…

Todo había sido extraordinariamente significativo para Hunding, que recelaba de todo. En su contestación no había ni sombra de compasión, sino más bien aversión y recelo huraño contra la existencia irregular, incierta y aventurera de Sigmundo. Y cuando comprendió por qué el proscrito, a cuya persecución y acoso también él se sentía llamado e incitado, había pisado el suelo de su casa, adoptó la posición que cabía esperar de su grosera pedantería. Con aquellos modales que le hacían temible, repitió de nuevo que su casa era sagrada, y que si bien de momento acogía al fugitivo, lucharía después contra él hasta vencerle. Ordenó rudamente a Sieglinde que preparase su habitual bebida nocturna, profirió unas cuantas amenazas más y se retiró llevándose todas sus armas mientras su huésped quedaba solo en la más desesperada situación.

Sigmundo, inclinado sobre uno de los brazos forrados de terciopelo de su butaca, apoyaba la cabeza en la mano. Con el entrecejo muy fruncido, daba muestras de gran nerviosismo golpeando sin cesar el suelo con los pies. Se detuvo bruscamente al oír junto a sí un suave murmullo:

—Gigi….[Sigmundo]
Cuando volvió la cabeza, se dibujaba en su boca una mueca llena de cinismo. Sieglinde le ofrecía una cajita nacarada con bombones de coñac y de kirsch.
—Los bombones de marrasquino están en el fondo —murmuró.
Él se limitó a coger uno de coñac, y mientras deshacía el envoltorio de papel de seda, la muchacha se acercó a él y le dijo al oído:
—Ella va a volver a su lado.
—Ya lo sé —dijo él con voz tan alta que algunos espectadores se volvieron hacia ellos, indignados.

El grueso Sigmundo estaba cantando solo en la oscuridad. Desde lo más profundo de su ser imploraba la ayuda de la espada, del reluciente acero, que él podría blandir una vez más cuando estallase en abierta rebelión todo lo que ocultaba en su corazón, su rabia, su nostalgia… Vio resplandecer la empuñadura de la espada en el árbol, vio extinguirse el fuego del hogar y volvió a hundirse en sus sueños de desesperación…, y quedó agradablemente sorprendido al ver que Sieglinde venía corriendo a su lado.

Hunding estaba durmiendo pesadamente, aturdido, ebrio. Se alegraron de haber conseguido engañar a aquel pobre estúpido, y sus ojos adoptaron la misma expresión, y al sonreír parecían disminuir de tamaño. Pero luego Sieglinde miró furtivamente al director de orquesta y en seguida se hizo cargo de su papel frunciendo los labios y explicando minuciosamente con su canto cuál era la situación del drama, y con acentos que desgarraban el corazón siguió su relato cantado sobre la forma con que el hombre huraño y tosco se había permitido recelar de aquel solitario cuya vida había transcurrido en la selva, y había dudado también de su origen desconocido… Explicó asimismo con palabras llenas de hondo y consolador sentido la visita de un anciano que había dejado la espada incrustada en el tronco de un fresno para el que se sintiera llamado a luchar por la redención. Y siguió su recital, fuera de sí, expresando su esperanza de que fuera aquél el hombre cuya llegada presentía y deseaba con ansia infinita, pues era el amigo más que amigo, que había de llevar el consuelo a su miseria, la venganza a su ignominia, que había de enjugar sus lágrimas, que había de ser su hermano en el dolor, su libertador, su salvador y redentor…

welsungs

Los gemelos welsungos

Y Sigmundo, la estrechó entre sus brazos nervudos y fuertes oprimiéndole las mejillas contra su pecho hirsuto y se puso a cantar por encima de la cabeza de ella con voz vibrante, pregonando su júbilo a los cuatro vientos. El juramento que acababa de sellar con su noble compañera lo reconfortaba. Toda la nostalgia de su vida proscrita se había visto compensada y todo cuando le había sido negado en sus deseos de obtener la amistad y el amor de hombres y mujeres, todo aquello que le había sido rehusado debido al pérfido maleficio que pesaba sobre él, acababa de encontrarlo en aquella mujer, que tenía entre sus brazos. Ella, como él, había vivido en el mundo del dolor, en el mundo de la deshonra, y por consiguiente, la venganza era el lazo
fraternal que unía sus vidas.

Una ráfaga de viento abrió de par en par la pesada puerta de madera y un rayo de luz resplandeciente iluminó intensamente el interior de la cabaña, y los dos, lejos ya de la oscuridad, entonaron la canción de la primavera y de su hermano, el amor. Se arrodillaron sobre la piel de oso, se contemplaron a plena luz y se dijeron cantando cosas dulces. Sus desnudos brazos se rozaban y se unían sus mejillas, sus ojos no cesaban de mirarse y sus bocas exhalaban un dulce canto de amor. Y mirándose los ojos y oyendo sus voces, se dieron cuenta de que se parecían mucho. El reconocimiento
apremiante suscitó el nombre del padre y ella exclamó: «¡Sigmundo! ¡Sigmundo!», mientras él blandía la espada por encima de sus cabezas y profería infinitas alabanzas para su hermana melliza, Sieglinde… La abrazó estrechándola apasionadamente contra su corazón. Ella reclinó la cabeza sobre el pecho de su hermano, las cortinas cayeron precipitadamente y la música prosiguió sus estrepitosos torbellinos melodiosos llenos de vibrantes acordes para acabar con una nota seca y vigorosa de toda la orquesta.

Calurosos aplausos. Se encendieron las luces. Mil espectadores se levantaron de sus asientos sin darse cuenta y siguieron aplaudiendo con la mirada fija en la escena y en los cantantes que aparecieron, uno al lado del otro, haciendo reverencias como muñecos de feria. También salió a saludar Hunding, sonriendo, a pesar de lo que le había
ocurrido…

Sigmundo se levantó de su asiento. Estaba excitado; un leve rubor había asomado a sus mejillas enjutas y bien rasuradas.
—Me gustaría respirar un poco de aire —dijo—. Sigmundo ha estado un poco flojo.
—También me ha parecido —dijo Sieglinde— que la orquesta no ha afinado mucho en la canción de la primavera.
—Eres una sentimental —repuso Sigmundo encogiéndose de hombros— . ¿Vamos?
La muchacha vaciló unos instantes. Permanecía en su asiento y su mirada se dirigía al escenario. Luego él vio que se levantaba, cogía el pañuelo bordado y se aprestaba a salir a su lado. Sus labios gruesos parecían contraerse…
Se dirigieron al salón de descanso y se mezclaron con la numerosa concurrencia saludando a los conocidos. De vez en cuando se cogían de la mano.

Vio aquella mujer agotada apoyándose en el pecho del hombre fugitivo, a quien se había entregado, vio su amor y su miseria y se dio cuenta de que la vida tenía que ser así para poder llegar a ser creadora. Examinaba su propia vida, aquella vida en la que se mezclaban la debilidad y la gracia, las costumbres refinadas y la negación, el lujo y la contradicción, la opulencia y la luz intelectual, la firme seguridad y el odio frívolo; aquella vida en la que no era posible una aventura, sino solamente lo lógico, ni una emoción, sino únicamente mortíferas expresiones…, y sentía en su pecho un ardor extraño, algo así como un dulce tormento… ¿Por quién…? ¿Por qué…? ¿Por la obra? ¿Por la aventura? ¿Por la pasión? ¡Abajo el telón y solemne final! Luz, aplausos y desfile de gente por todas las puertas. Sigmundo y Sieglinde pasaron el entreacto igual como el anterior. Casi no pronunciaron una palabra, pasearon por pasillos y escaleras, dándose la mano de vez en cuando. Ella le ofreció los bombones de coñac, pero él no quiso. Iba contemplándolo y cada vez que él le dirigía la mirada, la muchacha apartaba rápidamente la suya y seguía andando despacio a su lado, un poco tirante y dejando que él siguiese guiándola. Sus hombros infantiles, bajo el manto de plata, eran tal vez demasiado altos, como los de una estatua egipcia. En las mejillas de la joven se adivinaba el mismo ardor que sentía Sigmundo en las de él.

Sieglinde se había preparado una taza de té, añadiéndole un poco de borgoña. Sus labios carnosos y delicados rozaban el borde de la taza, y mientras bebía, sus ojos húmedos y negros se fijaron en Sigmundo.

—Estoy aburrido. Me voy arriba. Buenas noches. Se dirigió a su dormitorio y encendió sólo dos o tres de las luces que formaban el amplio círculo de la lámpara. Después se detuvo a pensar qué podría hacer. La despedida de Sieglinde no había sido definitiva. Aquélla no era la manera como solían darse las buenas noches. Ella volvería seguramente.

Llamaron a la puerta. Se estremeció y trató de levantarse. Pero volvió a desplomarse, dejó caer de nuevo su cabeza sobre el brazo extendido y permaneció en silencio. Entró Sieglinde. Miraba, buscando a su hermano, hacia todos los lados. Finalmente vio el pellejo del oso y se sobresaltó.
—Gigi, ¿qué haces…? ¿Estás enfermo…? —Corrió hacia él, y acariciándole la frente y la cabellera, repitió—: ¿Estás enfermo?
Él movió la cabeza y contempló a su hermana, apoyada en su brazo, que no cesaba de acariciarle.
—Te has portado muy mal —dijo ella—. Has sido muy poco cariñoso. No quería volver. Pero después he decidido venir porque la noche no puede ser buena sin antes…
—Te he esperado —dijo él.
Todavía arrodillada a su lado, Sieglinde hizo una mueca de dolor, que puso aún más de relieve las particularidades fisonómicas de su estirpe.
—Esto no impide —dijo Sieglinde con voz quejumbrosa— que yo me haya llevado un gran disgusto.
Él la miró con desesperación.
Vamos… no… Eso no puede ser, Sieglinde, comprende…
Hablaba de un modo extraño, escuchándose a sí mismo. Le ardía la cabeza y tenía los miembros fríos. Ella seguía arrodillada acariciándole los cabellos con la mano. Sigmundo, medio incorporado, rodeó el cuello de su hermana con un brazo y la contempló, la observó como antes había estado observándose a sí mismo, los ojos, las sienes, la frente, las mejillas…
—Eres completamente igual que yo —dijo torpemente porque tenía la boca seca—. Todo es para mí como una aventura… Todo es para mí como una aventura… Con Beckerath la balanza se equilibra, Sieglinde… Y en definitiva es lo mismo…, por lo que se refiere a vengarse…

La muchacha intentaba comprender las incongruentes palabras de su hermano. Tenía la sensación de que acababa de salir de un sueño caótico. La manera de expresarse de Sigmundo no le parecía extraña. No se avergonzaba de oírle hablar en su turbia confusión. Sus palabras flotaban en su mente como una nebulosa, y a veces se hundían en
aquella profunda región a la que ella no había conseguido llegar, pero cuyas fronteras había traspasado alguna vez, desde que estaba enamorada, impelida por sus sueños llenos de esperanza.

Besó los ojos cerrados de Sigmundo y él la besó en el cuello. Besáronse recíprocamente las manos. Se amaban con una sensibilidad delicada y se demostraban su cariño. Y respirando este amor con una entrega voluptuosa, negligente, se comportaban como unos enfermos egoístas, se miraban extasiados, desesperados, y se prodigaban caricias que se traducían en vehemente excitación y, por último, en un sollozo…

Ella estaba sentada sobre la piel de oso, y se pasaba la mano por la frente, separándose los cabellos que le caían sobre los ojos. Sigmundo, con las manos en la espalda, en la blanca cómoda, miraba a lo lejos, sumido en una profunda meditación.
—¿Y Beckerath? —murmuró ella tratando de ordenar sus ideas-—. ¿Qué pasará con Beckerath…?
Por un instante aparecieron en las facciones de Sigmundo los rasgos de su estirpe.
—Debe estarnos agradecido —dijo—. Su existencia será, desde ahora, un poco menos trivial.

AQUÍ pdf con el texto completo.

Quant a rexval

M'agrada Wagner, l'òpera, la clàssica en general i els cantautors, sobretot Raimon i Llach. M'interessa la política, la història, la filosofia, la literatura, el cinema i l'educació. Crec que la cultura és un bé de primera necessitat que ha d'estar a l'abast de tothom.
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3 respostes a Sangre de Welsas o De la estirpe de Odín. Thomas Mann.

  1. Retroenllaç: Thomas Mann, wagneriano antinazi. La muerte. | El Cavaller del Cigne

  2. No conocía este cuento de Thomas Mann, un autor que en los últimos años me ha interesado enormemente, tanto su obra como su vida (hay una magnífica biografía en Galaxia Gutenberg por Hermann Kurzke, que analiza muy bien las contradicciones entre su imagen impecablemente “burguesa” y sus pulsiones interiores, que tanto marcan su literatura). A falta de leer varias de sus novelas más importantes (mi gran deuda es con “La montaña mágica”), “Doktor Faustus” me parece su obra maestra, pero en cualquier cuento o ensayo se encuentran verdaderas joyas.

    • rexval ha dit:

      Gracias por la información y por opinar. Buscaré el libro que dices. Efectivamente, Mann es pura contradicción. De clase burguesa, fue muy crítico con ella resaltando su decadencia. En esto recuerda a Visconti respecto de la decadencia de la aristocracia a la que él pertenecía siendo militante comunista. Mann pasó de ser apolítico a ser antinazi. Otro caso de contradicción és su amor / odio por Wagner. En esto recuerda a Nietzsche.

      Mann es un excelente escritor y ensayista. En este blog he hablado de él en varias ocasiones. Quizá la novela corta más conocida sea “Muerte en Venecia” que inspiró a Visconti para su film y a Britten para su ópera. También hay un ballet. Se de el caso de que todos estos autores eran homosexuales. En el caso de Mann era lo que podríamos llamar “homosexual reprimido”. Sufrió mucho por ello.

      De carácter explícitament wagneriano tiene otro relato breve, “Tristán”, que coenté aquí y que también se puede descargar gratis.

      Saludos

      Regí

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