En un post anterior abordé el tema de Salomé en relación con el poema bíblico El cantar de los Cantares. Mantuve que tragedia teatral de Oscar Wilde, en la que se basa, la ópera homónima de Richard Strauss solo busca el arte por el arte y es amoral. Lógicamente, todo es matizable – como veremos – y esta afirmación depende del concepto que se tenga sobre qué es la moralidad, que es siempre relativista, a diferencia de lo que sostienen los sectores más reaccionarios de los autoproclamados guardianes de la moral que tratan de imponer sus dogmas – de base religiosa – a la totalidad de la población pontificando – nunca mejor dicho – sobre el tema y tratando de inmiscuirse en las interioridades ajenas.
Salomé responde al patrón conocido como el arte por el arte, sin ninguna implicación de ningún tipo más que las meramente estéticas. No hay ni didactismo ni moralina neoclásicos o románticos. Cuando Wilde pretende ser didáctico y moralizante es cuando escribe sus cuentos infantiles – preciosos, por cierto – dirigidos en primer lugar para sus propios hijos. Pienso que el arte por el arte es una reacción contra los modelos artísticos anteriores – realismo y didactismo – y la amoralidad lo es contra la represión de la hipócrita sociedad victoriana que finalmente acabó minando su salud y su moral al ser condenado a trabajos forzados por sodomía. No es que acabara esto con su reputación – nunca escondió su homosexualidad, que era un delito – sino que le condujo al exilio parisino y la muerte.
Este movimiento, art for art’s sake o l’art pour l’art , niega que exista relación entre el arte y la moralidad. Fue algo realmente rompedor que escandalizó en su época, tan mojigata y prohibidora como la sociedad victoriana británica o la guillermina alemana. No se trataba de épater le bourgeoise, ya que nada interesa al artista, sino de buscar la belleza en medio de la decadencia del arte por el mismo. El artista no se somete ni al público ni a las normas éstéticas ni morales ni a las instituciones. Se opone al realismo en el sentido del arte como imitación de la naturaleza. Por ello, contó con la oposición de los críticos academicistas, del moralismo religioso y de cualquiera que pusiera el arte al servicio de algún elemento que estuviera fuera del arte mismo, del didactismo aunque fuese revolucionario. No es extraño que sufriera censura en las sociedades mojigatas del fin du siècle y, más tarde, por el fascismo/nazismo o el socialismo/comunismo. El arte no es un medio sino un fin en sí mismo. La obra de arte es autónoma y desvinculada de lo que no se arte. El artista huye del sacerdote y del revolucionario. Se refugia en su arte y ni admite normas ni trata de imponerlas a nadie. Tiene un componente libertario.
Hay quien afirma que este tipo de arte no ha dado obras verdaderamente valiosas como si el arte necesitara necesariamente de elementos extraartísticos para ser valioso. No lo comparto. Yo diría que a menudo sucede lo contrario, aunque sin negar que existe arte de excelente calidad de tipo comprometido o moralizante. Una cosa no quita a la otra. Son perspectivas diferentes que no se complementan ni se excluyen la una a la otra.
Cuando el arte ha tenido que ser edificante por decreto, se han obtenido verdaderas birrias, como sucede con los libretos de Metastasio – que no en balde era sacerdote – y similares o la literatura neoclásica. En estos casos, el arte se encorseta según unas normas éticas y estéticas de obligado cumplimiento. Por citar solo un ejemplo, la escena final de Don Giovanni sobra. Es la moralina obligatoria. Daponte tiene que dejar bien claro en el público que si eres tan licencioso como el protagonista te vas al infierno de cabeza. Me recuerda a las moralejas de los cuentos y fábulas infantiles. Mi intuición me dice que la escena final debería haber sido la anterior, la del Comendador. Don Giovanni no se arrepiente de nada, no cede jamás pase lo que le pase y aunque vaya al infierno. Ha cantado a las mujeres, al buen vino, a la buena música… a los placeres de este mundo, y siempre ha hecho su santa voluntad sin pensar en las consecuencias. Es un libertino amoral que encarna la valentía y la libertad. Podríamos compararlo a Carmen o Salomé. Artísticamente, me atraen mucho más estos personajes que los santurrones guardianes de la moral. Siguiendo con Mozart, su última ópera – porqueria tedesca – según la nueva emperatriz, realmente lo es. Tanta bondad en Tito perdonando a sus enemigos me parece meliflua, santurrona y beatífica. A nivel puramente artístico, el rol del libertino Don Giovanni pienso que está muy por encima del del blandengue de Tito.
Lógicamente, estoy hablando en general en general y no niego que haya obras moralizantes excelentes como La flauta mágica que participa del didactismo, la ejemplaridad, lo edificante y moralista ya que estamos ante un genio como Mozart que gozó de una libertad artística que en su siguiente ópera, La clemencia de Tito, no tuvo. La diferencia es palmaria. Si una es muy divertida y de gran belleza, la otra es aburrida, anodina, insulsa y fea. La palabra imaginación es la clave.
Esta tendencia artística la encontramos en los parnasianos, decadentistas, malditos… y en autores como Poe y sus cuentos de terror, Baudelaire y sus Fleurs du mal o el premio Nobel de Literatura Thomas Mann en Tod in Venedig (Muerte en Venecia). Todos ellos, rechazan tanto el realismo como el moralismo. Son esteticistas más preocupados en la forma que en el contenido, pero no en la forma por la forma, sino por la belleza, que no responde a un concepto estereotipado sino a la libertad del artista, que puede responder a sus alucinaciones oníricas o fruto de las drogas (caso de Baudelaire, entre otros).
El caso de Tod in Venedig es otro ejemplo de obra de un excelente escritor, Mann. Lo que importa es la belleza, el arte por el arte, que no responde ni a la moral religiosa convencional ni al didactismo edificante del revolucionario político o social. El protagonista sufre una crisis existencial relacionada con su concepto de belleza. Un artista que ha perdido la capacidad de crear. Arte es belleza, y belleza es juventud. Todo lo que sucede en la breve novela gira en torno a la búsqueda del ideal de belleza que por fin la encontrará en Tadzio, un adolescente que para el artista es el ideal de belleza encarnado. Un ideal inalcanzable al que tan solo se le puede contemplar. Es suficiente. No hace falta más. Como Salomé contemplando el objeto de su deseo, la cabeza de Jokanaán, morirá tranquilo ante la visión de la beldad. La realidad no importa. La peste en una ciudad decadente como Venecia, es su verdugo, como los soldados que aplastan con sus escudos a Salomé. Ambos mueren sin hacer nada por evitarlo. La vida no importa; solo la contemplación de la belleza, del objeto del deseo por grotesca y macabra que pueda parecer la situación. En un caso, se derrite bajo el sol del Lido el betún que el artista se ha puesto en el pelo para parecer más joven y, en el otro, nos encontramos ante la cabeza cortada cuyos labios ha besado la joven princesa en una bandeja de plata.
Escena final de La muerte en Venecia. El artista muere contemplando su ideal de belleza, encarnado en un joven efebo, ante la indeferencia del mundo. Esteticismo puro sin intencionalidad moralizante.
Regí.
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Retroenllaç: Salomé y el arte por el arte. Sobre la moralidad (II) | El Cavaller del Cigne